LA PLAZA DEL TIRANO
A todas aquellas mujeres obligadas a callar.
Por Verónica Galla
En la plaza del tirano, donde increíblemente hacían cruces la santa iglesia, el teatro Aurora, bodega el amparo y el cabaret de la vieja Petra, en esta plaza se cruzaban por obligación las vírgenes del confesionario, las mujeres de vida ligera, las respetadas amas de casas y los pretendientes que muchas veces no sabían bien para qué lado mirar.
Allí, compartían en domingo, las fiestas de glorieta, amenamente decorada, dando vueltas alrededor de la banda musical del cuerpo de bomberos.
Frente a esta plaza, la música se confundía con los gritos soterrados, de aquellos que pudiendo amarse eran obligados a enfriar la caldera del deseo, con agua fresca de bejuco.
Lo menos importante en estas fiestas, siempre fue la música con todos sus bomberos, el olor a amor prohibido o a medio realizar, formó la parte más avasallante de los atardeceres de domingos.
Era fácil sentir en el aire, el olor a mujer sudada, el profundo suspiro que te arrebata el roce con el ser querido o el temor de ser sorprendida intentando encontrar, esos ojos melancólicos, que como perro de rancho pobre, acechaba desde lejos esperando ser bendecido con la sobra de una mirada.
Con el sol a su espalda, Matilde, trigueña tempestiva, de carácter airado y silencioso caminar, se alejaba de la plaza con el mismo silencio con el cual aprendió a ser invisible.
Matilde veía como acababan sus días, siguiendo su propia sombra sin el más mínimo interés de querer alcanzarla.
Nunca entendió como llegó allí, como logró ser la más codiciada prostituta del pueblo.
Rondaban ya las seis de la mañana cuando abrió lentamente las puertas de la casa, rodó las cortinas y vio dejar caer su cuerpo como trapo desechable… así se sentía … y sentada en sus escombros vio pasar en un instante toda su vida.
¿Qué habré hecho para merecer esto? ¿Dónde fue que me equivoque?, se preguntaba mientras recordaba su infancia, ¡qué curioso! siempre pensé que mi niñez debió ser diferente, pero fue invariablemente lo mismo, solo que cambié a un hombre por muchos, un hombre que no elegí y que nunca lo vi como hombre al igual que a todos los demás.
-Matilde Matilde, mujer, alguien tocaba a la puerta
-Dime Sagrario, respondió ella.
-Dice Don Genaro que si puedes atenderlo.
-Dios mío pensó ella, ya acabó la semana y mi día no termina, dile que estoy ocupada con un cliente ¿Cuándo acabará mi calvario? clamo para sus adentros; Fue para entonces cuando atinó a darse un baño a ver si se despojaba de sudores malditos y alientos de hombres de los cuales ni su nombre sabía; Corrió hacia el patio en donde siempre estuvo la regadera soltando la poca ropa que llevaba encima, este baño más que el cuerpo, le lavaba el alma de tantas injurias que le dio el tiempo.
Ya cansada, se dispuso a dormir y renunció a su cuerpo para poder liberarse de tantos endemoniados pensamientos que la hacían sentir como huevo debajo de piedra, consiguió dormirse, no sin antes tener que vencer el miedo que sentía al verse sola en una cama, tenía que recordase a si misma que esta, era otra cama, que no era la cama, ni de la habitación de su infancia.
La trigueña durmió profundamente, sabía que podía hacerlo ya que los lunes eran sus días de descanso, dejó que cayera la tarde y se iniciara la noche, no era fácil para Matilde entregarse a Morfeo, atreverse a dormir tan relajadamente y no desgastarse las entrañas esperando que pasara otra vez, que se repitiera una vez más, cualquier noche de su infancia.
Cantaron los gallos y se escucharon los trinos de las aves que dirigían el concierto del cielo, ese cantar que armonizaba los pesares nocturnos con la esperanza de un nuevo día, muestra innegable de que el universo seguía su ruta de forma inmutable.
Levantó la vista y vio una casa desordenada sin encantos ni toques de mujer, de modo que se dispuso a encontrar un poco de mujer y de buenas costumbres dentro de sí misma e intentó plasmar algo de eso en su hogar, después de todo, este hogar no tenía la culpa de la escasez que existía dentro de ella.
Tomó su escoba, su paño y comenzó su arduo trabajo; en ese momento recordó a sus hermanas más pequeñas, pidiendo a la virgen nunca fueran como ella, agilizó sus quehaceres, abrió las ventanas y permitió que la gracia de Dios entrara por sus ventanas, como si lograra perdonarse, así lo sintió cuando vio que su cara se refrescaba y pudo percibir el aroma de paz que trae la tierra consigo, la sensación de que ella también era hija del universo y merecedora de la gracia divina.
Como el sol cuando va huyendo, alguien la esperó entre los ramajes del huerto y con voz suave como quien no desea ser sentida dijo:
- Mujer ¿estás despierta?,
Era su amiga Sagrario, la única mujer seria que le dirigía la palabra.
-Te traje café, repuso su amiga, hace días que no te veo, llegas y te encierras todo el santo día y no hay forma de verte la cara.
-¿No está tu marido en la casa? preguntó Matilde.
-Sí, pero está durmiendo, anoche salió para la barra y de ahí no llegó hasta muy tarde en la madrugada, respondió Sagrario.
-Hermana… dijo Matilde con un gesto de cariño, no quiero que tengas problemas con tu marido por andar visitándome.
-No te preocupes él al igual que yo, sabe toda la historia y aunque no lo demuestre te comprende, hasta pena ha llegado a tenerte, el mismo me comentó que quizás sería mejor para ti marcharte de este pueblo y empezar de nuevo.
-Uhhhh ¡Dios!… eso quisiera, emitiendo un profundo respiro, pero no es tan fácil replicó Matilde
-Vamos para el patio interrumpió Sagrario en un intento por no hablar de cosas feas.
Llegó la cuaresma y como en toda su vida Matilde no comió carne, solo que esté año, no pudo comulgar, pero no por eso, dejo de ir a la iglesia que le enseñó un buen catecismo y ser buena cristiana, así tendría la oportunidad de pedirle a Dios por su hijo, que murió angelito.
Entró en la iglesia y no pudo evitar cierto sentimiento de vergüenza, dolor al tiempo que le embargaba un profundo resentimiento, sintió que no debió estar ahí frente a la divina imagen de Cristo, se arrodilló, rogó por todo el pecado que corría dentro de ella, mientras rezaba, sintió volver a ser hija de ese Dios que muchas veces imaginó la había abandonado.
-Que la paz del señor este contigo.
Escuchó una voz a lo profundo del corredor, no dijo su nombre pero sabía con seguridad que se dirigía a ella, terminó su rezo y respondió,
-Bendición Padre.
-Que Dios te bendiga hija, con tono afable dijo el sacerdote, hace tiempo que no te veía por aquí.
-Perdone padre, repuso Matilde, como usted sabrá las cosas no me han estado marchando bien.
-Dios sabe perfectamente cómo te van las cosas y aún así quiere verte en su redil, él ama a todos sus hijos por igual, Matilde, prosiguió el padre y dijo:
-Debo oficiar la misa espero te quedes a escucharla.
-Si padre, fue lo único que atinó a contestar Matilde.
Terminando de hablar el padre, se marchó ya que ella no tenía nada más que hacer allí, de modo que intentó cruzar el parque para recoger ropa que había olvidado en el cabaret donde tendría que regresar caída la tarde. Cabizbaja no por instinto sino porque sentía que no podía levantar el rostro, se sentía culpable de todas sus desgracias; casi de forma imperceptible presintió que una mirada lúgubre le arropaba todo el cuerpo, sin levantar la vista supo de quien se trataba,
-Bendición Mamá.
-Hace tiempo ya no eres mi hija, con tono seco y doloroso respondió su madre “una hija mía nunca hubiera terminado en un lugar de mujeres livianas.”
-Sabes bien que yo no vine y sabes también quien me trajo.
-Es lo que te merecías por acusar a Don Genaro de embarazarte, un hombre noble e incapaz de ofender a nadie, dijo su madre con indignación.
-Sí, para usted fue más fácil creerle a su marido que a mí, total, un muchacho de catorce años no es nadie, no tiene derecho a decir nada, por eso prefirió llevarme al cabaret de la vieja Petra, con resentimiento y un tono quebrado le gritó Matilde, ¡yo era su hija! ¡Yo era su hija!.
-Hace mucho tiempo que dejaste de ser mi hija, acentúo la madre, dándole la espalda como si en verdad creyera lo que estaba diciendo.
En ese instante Matilde se percató de que nada de ese ardid tenia vuelta atrás, no existía bajo el cielo forma alguna de perdonar al tirano, ni tisana, que ayudara a curar su madre y mucho menos el veneno de su alma; No existía forma de que su madre entendiera, sin importar lo que pasara, para todos seguiría siendo la culpable.
Se dejó rodar en uno de los banquillos del parque, miró hacia arriba tratando de encontrar un poco de razón en todo este cuadro de su vida, rebuscando la voz de su conciencia.
El tiempo no se hizo esperar, para Matilde fue más fácil irse de la plaza del tirano, que quedarse, renunciar que tener que comprender, hacerse de una incomprendida valentía, necesitó, mucho más valor para perdonar e irse.
Su niña interna, agraviada y dolida, fue madurando, con su madurez se fue su hastió y ella del pueblo, buscando el rumbo de ciudades con luces, tratando de encontrar la luz de su alma, luz, que por suerte o por desgracia solo se consigue, en el candelero interno que va quemando o iluminando la estructura intrínseca de ese vehemente y fértil camino del alma.
Verónica Galla
Del Libro reflexiones © Copyright
Santo Domingo, República Dominicana.
Octubre 2004