Toda yo por estiércol
Por Verónica Galla
A mi madre:
Gracias por que con tu entrega se creció la vida y se hizo verdad toda la mentira de entregarlo todo.
Cuando veo mis manos, siempre repito para mis adentros, son las manos de mi madre, con dedos finos, largos, y con venas, que tal parecen quisieran brotar de ellas, solo que mis manos, como chica capitalina, siempre estuvieron llenas de joyas; Mi madre nunca supo que fue eso y cuando pudo tenerlas, creo que ya había entendido sobre las cosas bellas de la vida.
Muy campo adentro, cuenta mi madre, como cada día, atravesó el sendero que la llevo a ser mujer de buen hablar y finos modales, esa ruta de polvo y tierra, que le dejó los talones agrietados de por vida.
Con un manejo extraño en la mirada, ese brillo intenso que creaba el perfecto balance entre alegría y nostalgia mi madre contaba:
Todas las mañanas nos levantábamos a eso de las cuatro de la madrugada, cada quien a sus quehaceres, el mío, echarle maíz a las gallinas y como gozaba al ver las gallinas correr tras de mí, siempre me sentí como una reina de gallinero, al verlas, como ansiosas me esperaban, haciendo su ceremonial rito del final de la espera.
Al terminar mi trabajo, me iba con cierta tristeza dejando atrás a los únicos seres que brincaban de alegría al verme, entre fogones y víveres desayuné casi lo mismo toda mi niñez, pero nunca comí después de eso, ningún plátano o yautía, más dulces o suaves que esos.
No era hasta entonces que empezaba el vía crucis de mi alegría, éramos once en total, quienes íbamos trotando, camino abajo levantando todo el polvo, que movía la algarabía de sentirnos libres a campo traviesa, con el único sueño, del que llegara primero a esa escuela de madera, la que cobijó tantos veranos eternos.
La maestra Eduvirgen o mas bien la señorita Eduvirgen, aquella que nunca perdió un acento ni una coma y créanme que no hablo de gramática, siempre llevo un traje oscuro sin importar el color, siempre fue oscuro, las malas lenguas decían que era para esconder la amargura de un amor perdido, pero, si eso era amargura me hubiera gustado ser amargada toda la vida, de la maestra Edu nunca vi otra cosa que no fuera el deseo de dar gota por gota todo el amor que llevaba dentro, amor a la lectura, amor a cada niño que queriendo o no, piso su aula, su mirada fue pedazo de cielo a pesar de tener los ojos negros como noche de tormenta, bastaba que ella te mirara para que entendieras que necesitabas aprender, aún estuviera lloviendo a través del techo del no tan exclusivo centro de educación en cuarenta kilómetros a la redonda.
La señorita Eduvirgen no solo nos enseño, de acentos, de comas y de la famosa tabla de la verdad, la cual nunca entendí para que servía, nos enseño a sumar en la vida, sumando amigos, respecto por los adultos y compasión por los enfermos, así me hice amiga de la bruja del pueblo, aquella a quienes todos temían por sus fuertes hechizos y maleficios inquebrantables y nunca certificados por nadie, pero obtenidos en conjuros con el ángel caído, así lo llamaban todos, al señor ese, pues nunca nadie menciono su nombre.
El de ella muy pocos lo sabíamos, Salome, más que bruja parecía un ángel raro, no de esos que salen entre los santos, era una mujer enigmática tan grande como nunca vi otra mujer, con dos largas trenzas como rayos de luna sobre el río, que tocaban sus rodillas, fue mi trabajo peinarlas por mucho tiempo sentada en su silla de paja, tejida por ella misma con una rapidez asemejada a la magia, magia negra decían los malditos del pueblo.
Aprendiendo a tener compasión atiné con ella, aprendiendo a no juzgar al prójimo la encontré; yo solo era una niña, la más pobre del grupo y de hecho la única huérfana, eso nos hizo solitariamente amigas.
En realidad no sé porque fuimos inocentes por tan largo tiempo, este, para nosotros no pasaba, era invariablemente igual, los mismos baños en el arroyo mientras todos los adultos presentes se ponían afónicos de tanto pedir que nos bañáramos más abajo de la toma del agua de beber, si no había una anciana gritándonos esto, la vida no tenía sentido.
Con el tiempo, todos nos fuimos yendo, Juana Antonia, la primera hija de tía Antonia, fue de la que más extrañamos, sus exageradas locuras marcaban el ritmo de los acontecimientos del pueblo, no en vano, era una de las más bellas y al mismo tiempo más atrevida y fuera de su centro según los viejos.
Juana Antonia fue la primera de quien llegue a escuchar la maravillosa y perturbada idea de enviudar joven y rica, sobre todo si tuviste un gran marido impuesto con gran creatividad por padres que aseguraban saber el mejor destino para sus hijas; Fue la que nunca se ajusto a las costumbres del pueblo, quizás porque era ella la única de grandes ojos azules que se cruzaban cada tarde con el horizonte.
Tenía la virtud de ver las cosas con cien años de anticipo, por eso, fue la primera en largarse de ese pueblo de jueces donde todos eran perfectos y nadie era honesto al comulgar, la verdad es que ella tampoco fue fácil, fue ella la misma quien cuando conoció a sus verdaderos amores intento envenenar al de turno; Gracias a Dios que adivine en sus ojos el contenido de su caliente y esplendido café”, riendo a carcajadas así terminó detallando mi madre.
Fue fácil comprender las palabras de mi madre, cuando mire sus ojos, sorprendí una imperturbable expresión pero definitivamente muy irregular.
Una se cansa de ver como el futuro no promete absolutamente nada, más que la promesa de ser respectada por los hombres a cambio de castrar todo lo que nació contigo.
Mi madre con la mirada perdida en el folleto del tiempo, apenas percibiendo que compartía ese instante con alguien, prosiguió su relato:
“Nunca había sabido que significaba mirar los ojos de alguien y clavarte en ellos, ese día lo supe, de vuelta de la escuela lo vi por primera vez, y nunca más deje de verlo, con el tiempo llego a ser parte obligada del paisaje.
Nunca faltó a esa cita que nunca acordamos, durante casi todo un año estuvo ahí atravesando el camino que me mostraba la ruta de vuelta a mi casa, nunca me perdió los pasos, aun cuando cambie la escuela por las obligaciones de la casa, mi amor faldero nunca tuvo mejor olfato para otra cosa, que para seguir mis huellas.
En la escuela lo tuve todo, y lo que no tuve, aprendí a conseguirlo ahí, aunque ciertamente yo no lo sabía, pero fue en el aula de la Señorita Eduvirgen donde mi alma se hizo grande.
El regreso de la escuela era la mayor parte de la aventura, correr montaña arriba entre matas de naranjas y cocoteros, la ida y vuelta llenó mi infancia de alegrías, de encantos y realismos, fue como escapar hacia mi verdadera vida, mi verdadero amor, Abel.
Como bendición divina me enamoré de él, solo con presentir que estaba cerca, se me encendía el rostro y sentía que por la boca era capaz mi corazón de salirse.
Su piel hacia dulce contraste con mis ansias de poder tenerlo en un confuso beso entre aromas de montes y el cantar prohibido de los abrazos robados, un beso que aún sin lograrlo, consiguió precisar en mi, un sentir austero que percibía una mujer al ser amada en la distancia”.
A mi madre le llegó también el tiempo de marcharse, no por que quisiera, irónicamente amaba su vida, las largas caminatas para llegar a una escuela donde llovía más adentro que afuera, donde para lograr amar a un hombre fue preciso huir con el, un pueblo donde solo por ser diferente te convertías en bruja y ser la más bella, el blanco de todos los mediocres. ¿Porqué amar a una especie semejante? le pregunte a un día con rabia, dolor por la vida que tuvo mi madre y con poco discernimiento, mi madre contesto:
-Ese pueblo no era la gente, fue lo que viví allí, el río, la maestra, salome y los personajes más repugnantes del pueblo me hicieron lo que soy.
Qué gran mujer era mi madre, un manojo de talentos que brotaban como suspiro de amantes en noches de apareamiento.
Malgasté inconmensurables días de mi tierna adolescencia pensando que la vida entera de mi madre había sido puro estiércol, dolida por ella, cargando este dolor, que no precisamente tenía que dolerme tanto, a ella nunca le dolió, al contrario, lo extrañaba, soñaba con los baños al volver de la escuela, con el encuentro furtivo con el hombre con el cual amarro toda su vida, con ancianas como amigas y su cría de gallinas.
Cuanto me arrepiento de no entender las cosas bellas de la vida, una crece pensando que lo nuevo será siempre lo mejor y por desgracia cada día todo es nuevo, nada es igual, de modo que cada día, se me escapaba de las manos, la esencia de lo que creía que era.
Mi madre siempre supo quién era y hacia donde iba, nunca hubo dudas en su andar primario, en su ruta de los sentimientos que hicieron de ella la más bella joya que jamás tuve en mis manos.
Hoy comprendo con desacertada inquietud el alma de mi madre, los sentimientos tejidos entre lo que le dio la vida y su forma explícita de manejar las cosas, viendo las piedras claras cuando el agua estaba turbia.
Hoy con franco olvido a mi hostilidad, quisiera hundirme en el pasado, y revolverme con ella, para trocar mi vida por ese insospechado cúmulo de estiércol que tanto sentido le proporcionó a mi vida.
Verónica Galla,
Santo Domingo, República Dominicana.
Octubre 2004